Los hijos de Nobodaddy by Arno Schmidt

Los hijos de Nobodaddy by Arno Schmidt

autor:Arno Schmidt
La lengua: spa
Format: epub
Tags: thriller
editor: www.papyrefb2.net


Lore o la luz que juega

26.7.1946

Un piano tintineaba tímidamente, y la honesta voz de soprano de Grete afirmaba que a ella no le entraba el sueño si no «lo» veía antes; y yo consagré algunos momentos a las observaciones execrables (fuera todo resplandecía y brillaba: ¡así pues, un día de fulgores y destellos!).

«Peludo es el coco» silbaban dos vagabundos por la carretera comarcal.

Y desde el brezal de Brand:«¡Tú cabeza de chorlito ― tú, tú!» lisonjeaba la paloma silvestre. («¡Lore! ― ¡¿Está usted preparada?!)

«¡5 minutos!» dijo en voz alta: «¡5 minutos imperiales alemanes!» Y vino mucho antes: un pañuelo rojo de cabeza hecho con tela de paracaídas, una bolsa que se balanceaba: así fuimos a buscar bayas y raíces al bosque; sobre todo a buscar setas. (Grete pensaba recogernos al atardecer).

Enfrente estaba el cura Schrader sentado en la glorieta, acalorado y envejecido (le puede pasar a cualquiera), seguramente por el sermón; bostezaba como acostumbra el que no se siente observado, bajo un bonete increíblemente plano; se rascaba debajo del brazo; otra vez. Por último partió una rama ancha de jazmín y se abanicaba lentamente (durante sus vacaciones, como los dioses de Epicuro, no se ocupaba de ningún asunto, sino que se sentaba en la glorieta, bebía agua con zumo, y leía a Lutero ― o a la Guyon, yo qué sé: en cualquier caso los tomos mugrientos ya mencionados que él no había limpiado aún). «¿Ve usted? ― » dije en tono grave y picado por la envidia: «Esto lo hacen muchos primates ...» y cité rápidamente a Brehm: Bruce, Hornemann, Pechuel-Loesche ― nada de aquello hizo el menor efecto: ¡tuve que irme! (Con eso y todo, obtuve una sonrisa como recompensa: ¡qué más podía querer yo!)

Algo sagrado: Vista de perfil su cara tenía una expresión supercelestial; el retrete detrás de la casa, semicircular, como un ábside.

Al bajar: (y el pavo solar presumía en el cielo), los vastos horizontes, circundados de bosques, a millas de distancia: seres humanos en el catalejo: un ideal: a buen seguro que se les ve, pero no se les oye, huele, siente. (Los silenciosos, los que carecen de tambor, los callados.)

Una ventana exigua: la central local de canje: planchas, ropa vieja y zapatos, automóvil a cambio de una columna de anuncios; tira, tira.

«Debería usted llevar una hoz» dije hechizado; ella abrió unos ojos interrogativos, oh narizbocaymejillas (¡Lalla Rukh se llama Mejilla de Tulipán!), y yo le conté sobre Pschipolniza, la diosa del mediodía en el cañaveral lusaciano. Luego: silbar: «La muchacha del dorado oeste» (Puccini y el abate Prévost; maldita sea que haya de morir todo; la boca más experta en canciones, y aun cuando se trate de Richard Tauber; dulzura cristalina y pasión).

Después de haber preguntado por un camino: El contestó que incluso a mí, al conocedor pasable del idioma local, me sonaba como «infusión de hojas de gayuba»; pero conseguí, rápido de pensamiento, replicarle al instante: «¡Ah! ― ¡Gracias! ―» Lore me miró expectante: «No tiene sentido» dije desdeñosamente: «mucho tiempo más no vamos a poder caminar ― ―.



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